Gabriel aun tenía la inmadura edad de dieciséis, asistía regularmente a su buen colegio Markham. A veces regresaba a las dos de la tarde, otras veces a las cuatro, pero siempre regresaba. Su hermano no tenía hora de salida ni llegada – supongo que eso era lo que me gustaba más de él…su libertad. A pesar de que Sergio Martín tenía infinidad de enamoradas, sólo recuerdo que le haya sido fiel a una: Vivi. Ella era alta, morocha, potoncita…sus ojos inspiraban sexo; sus piernas, deseo. Era la única frecuente de esa fachada coral rústico, además de Eduardo, claro está. Él, siendo el mejor amigo de Sergio Martín, venía tres veces a la semana por mi calle, se amarraba los pasadores en mi ventana, y seguía de largo.
Una tarde me hallé conversando con Gabriel en la esquina de la calle a eso de las cuatro y treinta y dos. Me contaba sus problemas – supongo que era más fácil contarme sus cosas simplemente porque era yo, su amiga. Tenía tantas cosas en la cabeza que apenas podía hablar, de sus ojos brotaban lágrimas, abría la boca y… Era todo tan árido que no pude evitar pensar que Gabriel quería morir.
Y su alma estaba realmente entercada con tremenda decisión. Recuerdo como una lágrima encontró mi boca – era tan salada que me pareció mas un trago amargo que un llanto gris. La forma en que me decía lo inútil de su vida era tan convincente que no encontraba palabras con qué refutarle…jamás me había pasado esto. Miento. Era la segunda vez en el mes que ocurría, la primera fue con Eduardo, y no encontré motivo alguno por el cual negarme a su tan apetitiva invitación, la otra la tengo en la cara, a flor de piel. No sé que hacer, cómo moverme e incluso cómo hablar. Gabriel me tenía entre su espada y mi pared.
miércoles, 26 de diciembre de 2007
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