miércoles, 19 de diciembre de 2007

Lo sé, a veces vergüenza.

Si esto fuera una confesión, seguro comenzaría con algo como… no. Quizás fue a la segunda o tercera vez que viajamos juntos por pura coincidencia o casualidad que te miré de cerca, no como los cíclopes, pero tal vez sí como lo suelen hacer los halcones antes de avalancharse sobre su presa: estudiando de lejos cada movimiento, concentrando toda su energía en el par de penetrantes pupilas que siguen sus corrientes sanguíneos latentes e imberbes. Te miré desde el asiento que suele ser el favorito del cobrador de mis tigres de la quinientos veinticuatro mientras jugaba con mi pelo, mirándote a los ojos. Sí, en el hábitat de los quinientos veinticuatro tú eras algo así como la presa y yo el halcón, o quizás yo la más ávida de las presas y tú el más despistado de los halcones. Tú respondiste con la risa más pícara que he podido ver a una hora tan incierta como las seis y cuarenta y dos de la tarde, como si de pronto jugásemos el mismo juego animal, al ritmo de una canción animal y en pleno temblor. Y así, entonces, diría: “A ver si te crees capaz de atrapar a alguien hoy, eh halcón. Esquina del Polo bajan.” – claro, siempre y cuando esto fuera una confesión, entonces comenzaría con algo como… no.

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