martes, 25 de diciembre de 2007

Gabriel decide morir (Pt.1)


No sabría como comenzar esta historia. Aunque todos las conocen, se hacen los “locos”. Es más fácil olvidar una historia triste que una feliz. Así que, sin más, comenzaré y no pararé hasta que se recuerde la sombría tarde en la cual Gabriel encontró el fin de toda vida, el máximo secreto del mundo, la cruda verdad del destino, y decidió morir.

Gabriel no era más que un alma errante, colocada estratégicamente por el universo en una paralela a la Avenida Larco, en una casa de dos pisos, pintada de un coral rústico que no llamaba la atención, con tres jardincitos justo al frente de la puerta del garaje. Además, desde afuera, limitaba a todo observador, con amplias cortinas –jamás abiertas y empolvadas– que dejaban mucho a la imaginación. Tenía un perro, algo fino y labrador. Siempre lo escuché ladrar al camión de la basura, me molestó el hecho de que no parara de aullar a la luna cada vez que había una –y es que nunca tuve un perro, pero si hubiera tuviera uno alguna vez, hubiera querido que fuese como él (del cual no recuerdo el nombre, pero me gusta mencionarlo cada vez que puedo).

En fin, no toda la cuadra estaba tan al pendiente de la fachada coral rústico como yo. Siempre había estado al tanto de Gabriel más que nada por su hermano Sergio Martín. El tocaba la batería como los mismísimos dioses y, aunque digo esto con un cierto tono de ironía, jamás pasé una tarde entera sin escuchar sus baquetas arremeter contra algún platillo, tratando de evocar los solos de John Bonham. Ése era Sergio Martín, y esa era su batería.

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