martes, 2 de setiembre de 2008

Si tu n'etais pas là (o como realmente no estás, y estás)

"Les projets que je fais
Presque sans trêve
Les beaux soirs ou l'espoir
Berce mon rêve
Nos tourments bien charmants
Si loin du monde
C'est à toi que je dois
Ces joies profondes"


Paula se encontraba cómodamente sentada en el asiento azul de una sexta fila dentro de un auditorio desafortunadamente –nada– lleno, en medio de un seminario de algo así como Derecho Administrativo, a eso de las dieciséis y cincuenta minutos pe-eme.
“A qué sujetos se le aplica la ley”, repetía incesante Hugo Gómez, y una diapositiva mostraba luego a quiénes no el D.L. 1034. Era puro y refinadísimo bla bla bla. Ella escribía con su fiel lapicero morado, y todos creían inútilmente que seguía la riquísima exposición del muy buen nerdy Hugo. Escribía, y pensaba. Todo el camino de apestoso tráfico alucinó un poco con “conocer” a cierto personaje.

De ahora en adelante lo denominaremos simplemente “R”.

Por pura casualidad (o simple causalidad de comercios y domingos aburridos) Paula se topó con la mirada de R –perdida, preciosa, y hasta algo polígama– que le hacía ojitos desde una página bastante periódica. Lo tildaban de escurridizo, pero a ella no se lo ocurría otro adjetivo que no fuese rico. Riquísimo. Per-fec-ti-to. R era el justo cliché de artista no arty y barba descuidada (bastante precisa) más linda que había visto en su ya no tan corta vida. Sus ojos, su boca… cerró sus párpados y trató vagamente de imaginarse en un balcón –su balcón– y de tenerlo a escasos centímetros de su cuerpo, el cual moría por tumbarlo sobre el edredón de plumas de ganso y…

“¿Qué prueba la autoridad con una y otras regla?”, continuaba Hugo con sus principios de licitud y razonabilidad. Paula miraba pícaramente al expositor de apellido curioso mientras mordía su lapicero, tratando en vano de ser coqueta – tratando, también, de seguir soñando despierta con el balcón, la barba y las plumas.

Entonces moría por tumbarlo sobre el comodísimo edredón, caminar por encima de su pelo hasta llegar a su oreja y, una vez allí, susurrarle los cuentos más delicuescentes. Y, justo en el momento más “intenso”, estamparle media sonrisa en su boca de jazmín – porque era definitivamente de jazmín.

Abrió su chupete de fresa, y se lo metió a la boca descuidadamente mientras escuchaba la canción de su caprichoso bombón boca de anís. Y jugaba con él, frotándolo contra su labio superior e inferior. En realidad no podía seguir sentada en esa sexta fila, al menos no pensando en miles escenarios posibles y en sus balcones y edredones. Decidió finalmente pararse, e ir a casa.

Y así lo hizo, recordando -por supuesto- a su bombón de anís.

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