Yo lo intenté. Viajé. Bailé. Escribí.
Soñé. Pensé. Incluso te besé.
Me revolqué pensando en, y entre, burbujas y olivos.
Quise hacerlo, todito, porque te me antojaste jodido.
Tú no entendiste “por qué”, y yo no supe –ni quise– explicártelo.
Entonces viví. Caminé. Reí. Lloré. Esperé (y desesperé)
Me comí una pera de agua y cayeron gotitas de a poquitos
por mis manos.
Pensé. Soñé (despierta) y escribí algo pequeño – volví a intentarlo.
Y te gustó, y tuve que mentirte,
decirte que no era para ti, pero sí lo era.
Y no sólo ése, sino un par más.
Uno que vive debajo de un árbol precioso, y que está a la espera de que lo escriba.
Tú no hiciste nada. En serio, nada.
Tampoco me tomé la molestia de hacer algo (porque, pues, me cansé un poco),
y hace unas docenas de horas decidí fatalista (y finalmente) que no haría nada, nunca más.
Luego vino un “¿tú qué quieres?”, y mi mente comenzó a llenarse de palabritas que, muy a pesar de mis decisiones fatalistas, escribiré (quizás hasta por última vez):
Yo quiero que te des cuenta.
Yo quiero que lo intentes (sólo si te importa).
Yo quiero que viajes, bailes, escribas,
sueñes, pienses, y que luego me beses.
Y nos revolquemos en, y entre, olivos y burbujas (ahora que podemos).