sábado, 21 de abril de 2012

Cool Jazz (o crónicas de viernes, y santos)



Lo más divertido de la noche era que al día siguiente no tenía que levantarme temprano, y esa ligera sensación de libertad me subió por las piernas y terminó en mi pelo. Ellos no sabían con exactitud a dónde iban, o en qué lugar terminarían al final, o si había un final después de todo, por más sospechas que tuviera ella  revoloteando en su cabeza, o el deseo (léase: erección) que él tenía entre las piernas. Pobrecito él, pobrecita ella.

Pero lo más divertido, en realidad, fue la desnudez y vacío de las calles, que se sentían tan mías como el patiecito que tengo en casa, al lado de mi ventana (donde se escapa uno tan bien que, pues, ya ni da vergüenza) – en fin, también los innumerables besuqueos, incluyendo los del callejón, contra la pared. Sí, en su piel ella se sentía algo sucia, pero delicuescente. Deliciosa – como quien ama la oscuridad y lo perverso, pero conservando tonos de inocencia.

Era algo que, en teoría, al menos cinco o seis años atrás, habría sido posiblemente la cereza del pastel, pero que se tenía que contentar –ahora- con lo que pudiera conseguir en plena calle, y a luz de luna. Y no podía recordar por qué justamente habría sido la posible cereza del pastel, no podía en absoluto. Un paréntesis de pasado que no puedo recordar, aunque quisiera, pero por algo olvidé. Pastillas para recordar, s’il vous plait. Merci.